Los N.N. — Una cruda realidad colombiana ondulándose en su río tumba

En Puerto Berrío, una municipalidad del noroeste de Colombia, la aparición de buitres sobrevolando la superficie del Río Magdalena deja entrever la desgarradora realidad de violencia que sigue asolando el país. El avistamiento de fragmentos de cuerpos mutilados, y cuerpos flotantes es lo habitual; los cadáveres se quedan allá, en su estado perpetuo de limbo.

Tras haber visto el documental, Réquiem N.N., dirigido por Juan Manuel Echavarría Olano, me quedó claro cómo las poblaciones locales se esfuerzan al máximo por reconceptualizar la noción de crueldad y, por extensión, el concepto de los N.N.

Los N.N., o sea, los que no tienen nombre (‘ningún nombre’) son el paradigma de la inestabilidad social y política en Colombia. Los grupos paramilitares arrojan los cadáveres de sus adversarios, ya sean guerrilleros o civiles, en el río principal del país, una práctica habitual desde hace un siglo, y proveniente de La Violencia. La Violencia se remonta a los años cuarenta y al asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, el líder del partido Liberal y, según todos los pronósticos, el próximo presidente de Colombia en aquel momento. Fue el detonante del Bogotazo, el término que designa el derrumbamiento de edificios e infraestructura tras el asesinato, y el suceso que desencadenó motines populares en todo el país. La Violencia fue calificada de guerra civil, y una praxis común fue despachar a los contendientes en el Río Magdalena, un hábito estremecedor que ha persistido en ocurrir hasta hoy. No sólo sucede en el Río Magdalena, sino también en innumerables ríos colombianos. Por ende, este espacio fluido se ha convertido en una necrópolis perenne, atiborrada de muerte y tragedia, que encarna la fusión de un pasado agitado y un presente brutal.

La costumbre en una localidad pintoresca llamada Puerto Berrío podría parecer absurda, o incluso grotesca para algunos. Los martirizados, flotando en el río, son recuperados y depositados en sepulcros grabados con las letras ‘N.N’, con el fin de indicar su anonimato, bien sea por el avanzado estado de rigor mortis, o por haber recorrido una distancia bastante prolongada río abajo. Los habitantes frecuentan los pabellones en los cuales reposan los muertos, y tienen la libertad de elegir una tumba que cuenta con las iniciales ‘N.N’. Luego, los habitantes siguen un algoritmo corriente: marcan ‘escogido’ o ‘escogida’ en la fachada de la sepultura, y se le otorga al muerto un nombre, en cierto modo bautizándolo. En casa, a veces adornan relicarios con velas y decoraciones ilustres mientras rezan por el alma de su N.N.

En definitiva, el motivo de este intercambio entre los vivos y los muertos va en ambos sentidos; los simpatizantes de los muertos actúan así por su propio beneficio, con la creencia de que Dios les vaya a favorecer, y que el espíritu del cadáver en el más allá vaya a velar por ellos. Alegóricamente, con respecto a esta práctica, surgen muchos símbolos: erradica el aspecto de purgatorio, ya que insufla vida en las almas perdidas, y provoca que se inmortalice el alma, poblando no sólo el cementerio, sino también el ámbito público y la memoria colectiva. El cementerio se metamorfosea en un territorio inmortal y no susceptible a las consecuencias del paso del tiempo. Asimismo, la fosa se transforma en un espacio en el cual existe una fusión entre la ausencia y la presencia; vemos esos nombres, una identidad ficticia creada por un ciudadano cualquiera, y a medida que los miramos, reflexionamos sobre estas personas descuidadas y olvidadas por la historia, a causa de la violencia sistémica colombiana.

(Photo: Rail Trolley, Puerto Berrio Colombia, Adam Cohn, (CC BY-NC-ND 2.0) via Flickr.)

Se calcula que unas 83.000 personas han desaparecido en Colombia desde 1958. La evidencia visual precisamente estriba en estos restos humanos que ocupan el Río Magdalena y los otros afluentes en todo el país. Estos hábitos de pueblos tales como Puerto Berrío rearticulan el concepto de la agresión, dado que combaten un emblema de la anarquía minúscula, de la crueldad, en la forma de estos cadáveres. De hecho, lo reimaginan, para que quede atenuado

con actos de reconciliación, amor y ternura. Lo que más me llamó la atención en el documental de Juan Manuel Echavarría Olano, fueron las tumbas, que están embellecidas con ramos de floritas, adornos coloridos, figuritas sagradas y peluches; me sigue intrigando que estas últimas moradas sean cada vez más reavivadas y visitadas por la vida pasajera. De igual modo, de tanto en tanto aparece un rótulo escrito en el sepulcro: ‘gracias por el milagro recibido’. Parece como si los muertos siguieran coexistiendo con nosotros en nuestra realidad vigente, brindándonos ‘milagros’, esperanza y misericordia. Su legado no deja de prevalecer hoy por hoy, y cada vez que es percibido un objeto ajeno meciéndose en el Río Magdalena, se desata una abrumadora sensación de anticipación e incertidumbre entre sus espectadores. ¿Podría ser otra victima a manos del conflicto bélico?

A fin de cuentas, este documental nos relata una desoladora realidad de la vida colombiana. No es viable pasar por alto el entumecimiento que se ha extendido por este conflicto en curso, y el documental es una representación artística de la constancia de la población colombiana ante situaciones volátiles. Cueste lo que cueste, cabe difundir estas historias y verdades para que todo el mundo esté al corriente de situaciones parecidas a las de Puerto Berrío.

With many thanks to Ángeles Carreres (Professor of Spanish and Translation Studies at the MMLL Faculty, University of Cambridge) for editing this article in Spanish.

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