Las ideas no se matan: reflexiones sobre la literatura latinoamericana II - “No mires hacia abajo, sino hacia fuera”: En busca del mito de la figura caída

La basílica Notre-Dame de Brebières (Fotografía: University of Victoria Libraries, Flickr)

Tomando como punto de partida la famosa frase empleada por el escritor y político argentino Domingo Faustino Sarmiento - “las ideas no se matan” - esta columna pretende presentar una visión creativa de la narrativa contemporánea latinoamericana. Trabajando con fotografías, anécdotas y mitos históricos como fuentes de inspiración para entrar en este mundo de letras, aspira a demostrar la gran riqueza de la producción literaria de la región, es decir, trata, desde una humilde perspectiva no nativa, de hacerle justicia, proporcionándole la verdadera admiración que merece.

Siempre me ha hecho reír la anécdota de Jorge Luis Borges sobre su cuento El acercamiento a Almotásim, en la que revela que uno de sus amigos escritores, Adolfo Bioy Casares, al creer que estaba leyendo la reseña de una novela verdadera, pidió una copia. Pero la novela era, como es habitual en los cuentos de Borges, completamente inventada, dejando a Bioy un tanto avergonzado y al propio Borges un tanto entretenido. Después de todo, si Borges consiguió engañar a su propio amigo, ¿qué esperanza tenía yo para distinguir en sus relatos entre lo que era verdad y lo que formaba parte de un vertiginoso laberinto de falsedades y de fraudes? Cuando me senté a leer su cuento El jardín de los senderos que se bifurcan, entonces, ni por un momento se me pasó por la cabeza que algún detalle pudiera ser sinceramente verdadero. Hasta que descubrí la existencia del pueblo francés de Albert, víctima de bombardeos hostiles durante la primera guerra mundial tanto en el relato de Borges como en la vida real. Pero Albert no era un pueblo cualquiera. De hecho, si a Borges le encantaba disfrazar la ficción de la realidad, los sucesos que tuvieron lugar en este humilde pueblo francés parecían disfrazar la realidad de una proliferación de historias que más bien pertenecían a la ficción. 

El 15 de enero de 1915, por ejemplo, después de un bombardeo alemán que dejó al pueblo devastado, la estatua de la Virgen María que adornaba la torre de la basílica Notre-Dame de Brebières se encontró, de nuevo, protagonista de un gran milagro. Inclinada horizontalmente, con el rostro hacia abajo, ella se encontraba al borde del colapso. Pero allí se quedó durante dos años enteros, desafiando vehementemente a las leyes de la física, planeando sobre el pueblo y ofreciendo, en sus brazos extendidos, el Niño Jesús a los transeúntes que alzaban la mirada para contemplar a la bella virgen dorada. Dentro de poco, pues, como era de esperar, la Virgen María de la basílica, como una abeja reina rodeada de sus pretendientes desesperados, empezó a ser el sujeto de una nueva mitología creada por sus seguidores fieles que esbozaban especulación tras especulación. ¿Era ella un símbolo de pathos bélico, una representación de las devastaciones de la guerra? ¿La guerra terminaría si ella se cayera? Estos eran solo los mitos más comunes que proliferaban entre los soldados buscando un atisbo de esperanza en esta figura de la divinidad. Para cada uno, la supervivencia mítica de la Virgen cobraba un sentido o una historia ligeramente diferente, según sus propios miedos o creencias. Creo que a Borges le encantaba tanto la imagen de este pueblo por esta razón, es decir, no porque ella representara un momento importante de la historia diacrónica, sino porque ella se convirtió en una gran fuente de historias ficcionales, su narrativa bifurcándose en una multitud de direcciones como los senderos del jardín laberíntico borgeano, abarcadora de innumerables posibilidades, dependiendo de quién contaba la “historia”.

Quién contaba la “historia”. Esa pregunta es clave. Porque, suspendida entre el suelo y el cielo, la estatua de la Virgen María se veía, sin duda, bastante indispuesta a especular sobre su propio mito de origen. El trabajo, entonces, le tocaba a los que la contemplaban desde la acera, es decir, provenía de fuentes más allá del “yo”. Y es aquí donde uno puede encontrar lo más bello del mito. Construir un mito de origen no es un proceso que remite al individuo solitario. Es un proceso, por otro lado, enraizado en la comunidad, en sus deseos y proyecciones comunes que, juntos, proporcionan un cierto sentido apropiado al contexto y a la época en cuestión. Y quizás, después de pasar dos años lidiando con las vicisitudes de la pandemia, fue por eso la razón por la que me atraía tanto, como a Borges, la idea de este pueblo derribado, buscando reunirse en los refugios de la ficción para vislumbrar un rayo de esperanza y seguir adelante. 

Y, al pensarlo bien, me di cuenta de que la construcción de un mito de origen para una figura caída, como la virgen dorada francesa, no era algo que solamente nos interesara a mí y a Borges. Uno puede pensar en el cuento peruano “El Ángel de Ocongate”, de Edgardo Rivera Martínez, por ejemplo, que se trata de un joven amnésico que anda en busca de sus orígenes, o incluso en “Un señor muy viejo con alas enormes” de Gabriel García Márquez, en el que una misteriosa figura caída del cielo atrae la atención del barrio entero mientras murmura en un lenguaje indescifrable. Y, en ambos casos, aunque la llegada de estas figuras enigmáticas provoca un susurro de chisme entre los vecinos, no pasa mucho tiempo antes de que se atribuya un significado a su apariencia. En el caso de Rivera Martínez, son las palabras de un viejo sabio las que reconoce al ángel como el “bailante sin memoria”, reencarnación de la estatua danzante en la losa de una capilla cercana derribada por una tormenta. En el caso de García Márquez, también es una vieja vecina, que “sabía todas las cosas de la vida y la muerte”, la que identifica al señor alado como un ángel divino, también víctima de las lluvias. Y, dado que ambos ángeles son mudos, o parlantes de un lenguaje desconocido, ellos no tienen elección en el asunto. Una vez más, la formación de un mito de origen para estos personajes depende de los conocimientos de la comunidad, o, en otras palabras, depende de una mirada hacia fuera, de los aportes de los demás.  

Las bases de la Historia (con mayúscula), entonces, se ven embellecidas por la vuelta circular a la historia ficticia, reapareciendo una y otra vez, en cuento tras cuento, en una búsqueda constante de sus orígenes. Como dice Borges, “en el principio de la literatura está el mito, y asimismo en el fin”. El núcleo significativo del cuento, pues, se convierte en un espacio en el que estamos libres para especular, en el que todas las posibilidades son válidas. Porque si la Virgen María de la basílica de Albert finalmente sucumbe al bombardeo, y si el señor viejo de García Márquez desaparece en el cielo para siempre, sin saber nunca, como identifica el ángel de Ocongate, “la razón de su caída”, esta búsqueda de la veracidad importa poco. Basta esbozar una sola razón especulativa para reescribir la mitología de la “historia”, y de resucitar estas figuras desde las profundidades de su destino. O, como en el caso del señor alado, basta seguir “viéndolo hasta cuando ya no era posible que [se] lo pudiera ver, porque entonces ya no era un estorbo en su vida, sino un punto imaginario en el horizonte del mar”. Él participa, así, en lo que podríamos llamar la fuga metafórica del mito. Y nos toca a nosotros, como lectores dotados de una imaginación increíble, llevar este mito hasta donde podamos soñar.  

Izzie Hackett

Soy estudiante de español, portugués y francés de tercer año, y actualmente estoy llevando cursos de literatura en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Si no me encuentran planeando mi próximo viaje a los andes o a la selva para explorar el maravilloso paisaje del Perú, seguro que me van a encontrar metida en la cama con la nariz en algún libro, contemplando nuevas historias para escapar, aun si es durante solo un segundo, el bullicio reconfortante pero incansable de la calle limeña al otro lado de la cristal. Desde mi iniciación a la narrativa latinoamericana en mi primer año de la universidad con los relatos estrafalarios de La tía Julia y el escribidor (Mario Vargas Llosa), hasta mi preferencia actual por las rumias más filosóficas de Ricardo Piglia, la literatura de América Latina se ha convertido en una gran pasión mía, una pasión que busco compartir, mediante mi columna, con los que quizás tengan más miedo de abrir un libro y de pasar la página

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